Yo, monstruo.


Hay un pequeño lugar
donde crecen los monstruos
que guardo cuando te ausentas
y me dejas con media palabra
en la boca.

Y entre todos ellos estoy yo.

Puntos álgidos.


Esta es la noche perfecta
para doblar las sábanas a gritos,
retorcer mi garganta
a base de incongruencias
y pensar que
el día de hoy
es tan efímero
como lo será el de mañana.

Medias tostadas.





No encuentro la fórmula para
que esta cara de crédula
se esfume,
pero prefiero ser
una eterna insatisfecha.
Hoy y todas las tardes que
me propusieses repetirlo.

Inundemos el ambiente a besos,
sin miedo y con desorden,
que se jodan los solitarios
corazones del resto.

Se me eriza la sonrisa
de pensarte,
aunque no sea capaz de
poner París ante tus pies.
Quiero alimentar tu pensamiento
sin promesas ajenas,
golpear al éxtasis con
el ruido de tu piel sobre la mía.
Que tus poros errantes
vayan a buscar los míos.


Regodeémonos de conquistar el
Olimpo en tan sólo una tarde
de elocuencias,
morderle a la vida con tal de
robarte otro aliento más.


De pocas ganas.



Hace días que te observo

deambular por mi piel,

tú me buscas pero creo que he perdido el norte

que me llevaba al sur de tus pies.

La miel en tus labios

y el hambre en mi boca

me provoca,

tiemblo por respirar en tu cuello.

No evites el contacto con mi mirada

porque no existen batallas ganadas,

más bien derrotas oportunas

para erguir con orgullo lo que fue conquistado.

Y es ahora, a casi plena luz del día,

cuando sostengo firme esta bandera

que puedes tomar como meta,

aunque no ondee el viento a tu favor,

y eso conlleve tiempo de espera.


Lunes que parecen domingos.



Hay lunes que parecen domingos,
y mi cama aún vacía me mira.
Me sabe el olvido a tus labios.
Un día de estos todo es perfecto,
y no habrá otro remedio que destrozarlo.
Porque no estoy hecha para ocasiones.


Te he buscado por las calles del ayer,
enamorada de una espalda preciosa,
queriendo miradas de ésas que matan
y me devuelven el aliento. 
Llevabas el jersey más gris de la ciudad,
y eso me enterneció.

 
Demasiadas historias pendientes
con cafés de por medio,
pero a veces no estoy hecha para nadie,
ni siquiera para mí misma.
Y por más que te busque no sé qué hacer
si tú no dejas que te encuentre.
Busquemos entre los dos la agridulce solución.   



Siempre eres
y tus circunstancias.



Quiero todas esas noches de domingo
y los lunes de desayuno que te debo.  
Justo cuando empiezo a perderme en tus palabras
te quedas sin nada que decir,
paso toda la noche en tu cabeza
y no eres capaz tan siquiera de decírmelo.


A veces me contagias tu inseguridad para arriesgar,
tanto que se me caen los besos por tu espalda,
sonrisas por doquier
con viajes pendientes al epicentro de tu cuerpo.
Y después desencadenas sonrisas para provocar a las mías,
terminemos por emborracharnos a besos. 
Esta noche sería tuya,
porque no quiero que seas de nadie más.


Maldita dulzura.



Abrázame esta noche 
con tu pelo azabache,
tus ojos derramando ternura
y que estos días tan crueles
no estuviesen tan vacíos.
Empiezo a tener los pies fríos 
por esta melancolía absurda,
y busco tu mirada para ahogarme
como quise tantas otras veces.

No quiero palabras misericordiosas
sino unas pupilas cómplices
para asomarse una mañana más
en mi compañía.
Sé que me comprendes,
que piensas como yo,
y mataría la distancia que
se interpone entre tu cuerpo
y el mío.

Estoy harta de otra puta noche
conformándome con una almohada
para dar seguridad con mis brazos.
Y me sigo preguntando por qué 
emigraste,
lejos,
de mis comisuras.

Tampoco quiero encontrarme
la respuesta, la conozco,
pero prefiero oírla de tu boca,
donde todo sabe más dulce.

Martes que parecen domingos.

Sería capaz de atravesar la ciudad por un abrazo tuyo, a pesar de los semáforos en rojo, las farolas titubeantes de luz y las estrellas que se fijan en mis movimientos. Sería capaz por ver esa sonrisa en mis ojos reflejada, y compartir como tantas otras noches el desvelo por hablar de nada. Suspiraré tu anhelo de concordancia en cada frase mal dicha por mis labios, y a cada palabra le dedicaría el mismo romance que los versos que derramo por continuar buscando tu presencia.

A medias tintas.



Duerme,
porque es lo que te hace falta.
Desconecta el cerebro,
aunque ya sé que mientras estés
entre las sábanas no podrás evitar
pensar.


Y parece que cuanto más miedo
más desorden causas en mi mente,
y no puedo evitar calibrar
la intensidad con la que 
los nervios me encogen el corazón.
Quiero sentir cómo mi cuerpo
se mezcla con tus pensamientos,
y que tu piel expire el sudor
que de la mía no hay cojones de echar.


Las oportunidades no son gratis,
y te las tienes que ganar.
Pero más rabia me da ver cómo
las desaprovechas a cambio de
palabras vacías, haciendo
una apología al quebranto.
Y el momento en que seas capaz
de tocar a mi puerta sin vergüenza
por el simple hecho de ver mi sonrisa
tras una cortina de perplejidad,
quizás sea yo la que ahora
ya no esté en casa esperando.



Pero sigo intentando creer en ti,
en lo que una vez me susurraste y me hace palpitar.

La historia de una hache que aprendió a volar.



Ojalá pudiera verte en una noche como esta,
o al menos escuchar tu voz;
que me esperases en esa cama medio vacía
y yo te emborrachase a besos de cerveza
mientras tú te limitas a darme seguridad 
entre tus brazos.

Y es que esta respiración
entrecortada
necesita de alguien que 
la controle,
que inspire por ella.
 Tengo claro que la inseguridad
 es un estado constante en tu
pensamiento y en el mío 
que cultivo día a día.

Por supuesto que tengo miedo,
tengo miedo a querer de nuevo,
de que me hagan daño
y no recibir nada a cambio.
La reciprocidad es, a veces,
demasiado subjetiva.
Pero aún así me gusta arriesgar,
aunque ello suponga no ganar.
No tengo mal perder
pero si algo tengo claro es que 
esta noche no me gustaría más otra 
cosa que me envolvieses entre
tus brazos y me protegieses
de los monstruos.
Como antes, como siempre.

Estaría dispuesta a equivocarme de nuevo
si las dudas no errasen mi universo.
Porque sé que me quieres,
y que mi amor por tí se escribe
con hache.

 
Con hache de herida,
hache al fin y al cabo,
hache de pensar en algún instante
"te hamo".

Statue.



Dime si me equivoco,
porque éstas sólo son ensoñaciones
de lo que algún día pudo ser
y se quedó con las ganas.

Que el sol se arrastra por Poniente,
este viento desvía tus pensamientos
y yo me quedo sin saber tus palabras
del ayer.

Y no quiero que el mito
de Pigmalión y Galatea
sea reversible, porque me niego
a sólo mirarte y tener que
conformarme.

Taste.


Podrías lamer mis versos
con la lengua más descarada,
y yo conseguiría que te corrieses
en todos los puntos que dan
final a cada verso.

Dejaría que la piel se me erizase
al contacto de esas páginas
que explican la creación del mundo
y tu conquista por los siete mares.
Pero no soy de las que saben 
controlar las situaciones,
y si me desboco por tu boca
no es un simple antojo sabor
a chocolate por mi lengua.
Te mostraría los recovecos
infinitos de mi figura angosta,
que disfrutases del apaisado
cuadro de mis pechos
y descendieses hasta darte de bruces
contra el monte Venus,
decidieras escalarlo y cuando
llegases a la cima entonces,
deberías haberte abrochado ya
el cinturón de seguridad.

 
Porque al principio puede
que no muerda,
pero en el culmen y anhelo
de saborear el deseo que
zozobra por cada uno de tus poros,
te aseguro que las marcas del león
merecerán la pena.

Nieva en Noviembre.



Hay maneras mejores de empezar una postal
que sea diciendo tu nombre,
un apelativo cariñoso
o tan siquiera un simple "tú".
Pero ya no tengo tan claro si
continuar escribiéndote,
porque tus cartas no me llegan,
se emborrona el remitente
y a la vez el destinatario que creía que era.

No tengo más que decir
hasta el siguiente comienzo,
ignoro si las palabras saldrán solas
o si tendré que usar mi propia
sangre como tinta.

Pero la luz continúa en tus ojos
tan ferviente como el primer día,
es algo que me mantiene alerta,
despierta,
esperando a que las estrellas se descuelguen
del inmenso cielo que hemos construido
en tu habitación color melancolía.

Ruidos.



No quiero dejar de jugar
a contar mentiras,
a poner buenas caras
y llenarme la boca con sonrisas torpes
.
El baile nunca se me dio bien,
lo sabes perfectamente,
y mis pies a veces
están demasiado fríos.
Me cuesta tirar de las palabras
que se descuelgan por
la punta de mi lengua,
pero no soy la más indicada
para hablar sobre universos
ni de conquistar lo inconquistable.

Y por más quiera una de esas mañanas
con carcajadas inundando el aire,
sé que es mejor quedarme
en uno de esos sueños salados,
donde continuaré siendo sirena
y los barcos naufragan en mis rocas.


Nebulosa ardiente.


Invítame a un café con
esa mirada tuya,
y yo te llevo al fin del mundo
en mi habitación.
Tiemblan mis piernas
cuando te ven pasar.
Y mi mano quiere la tuya,
pero yo le digo (que)
'ya no es posible',
y me mira y me maldice.

No quiero escuchar lo que dices,
me interesa más cómo me mires.
Me desbordas con tanta duda,
y tú todavía sabes que sigo siendo tuya.
Importan las palabras,
también las maneras,
sólo busco arrancarte la vergüenza 
entre el vaivén de tus caderas.

Me insultas con miradas huidizas
pero mis pies siguen firmes.
No es cuestión de quedarse o de irme,
sólo que no tienes ni idea de cuánto me cuesta

resistirme.

Amantes de la noche.




Quisiera pensar que aparecerás frente a mi puerta,
sin silencios incómodos
ni palabras olvidadas.
Soy ingenua, y a estas horas ya estarás
prácticamente dormitando
en uno de esos sueños
donde no estoy yo.

Tal vez esos alocados ademanes
de ir y venir,
de buscar y volver,
de perder y no encontrar,
hayan reaparecido de nuevo por tu mundo.
Y has de saber que por fría que la noche sea,
mis brazos son la estufa perfecta para tu cuerpo.

Rara es la vez que me giro y no te veo
entre la muchedumbre,
que tus pupilas azabaches no destacan
entre el resto de mortales.


Y sé que tus versos no son dedicados a mi,
que como musa no valgo la pena.
Por eso prefiero ser amante,
porque las palabras últimamente
están sobre valoradas.

Pupilas.



No quiero que continúe
lloviendo,
no en esta ciudad,
no sin ti.
Porque me inundan los recuerdos,
aunque te encuentres viviendo
en la otra punta,
y ojalá fuera de esta cama, o de mi mano,
como una extensión más,
donde mi cuerpo desemboca
en el tuyo.

Todavía espero que mires mi número
que ya no pulsas
para llamarme y susurrarme
que me quieres,
que tus pupilas quieren seguir clavadas
en las mías.
Que me quieres desgarrar el alma
a mordiscos,
desbordarme el corazón con caricias
y versos sueltos.

Asfixiada.




Si este lenguaje es capaz
de provocarte,
incluso entre los sueños más fríos
para hacerte el amor con sonidos
o navegar por tu pelo.
Cambiémonos las pieles,
con perversiones y sin palabras,
que los dioses sientan envidia
de esta decadencia que buscamos.
Enreda tu lengua en la mía
para no hallar salida alguna
de este laberinto de ideas,
diversas y perennes,
hasta llegar al epicentro de
tu mirada
aún vacía,
y la mía
aún asfixiada.

Aquí, y ahora.



Las llaves tiradas, junto a la bolsa de la tienda. A medida que avanzábamos por el pasillo la ropa se desprendía de nuestros cuerpos, ardiendo en deseo por tocar la piel del otro. Tratando de no caer antes de llegar, logramos con poco esfuerzo alcanzar la cama. Tú encima, y yo mirando tus ojos, a tus pupilas centelleantes y a tus labios inmóviles. Mordí los míos como provocación y conseguí el premio esperado: que los tuyos se motivaran de nuevo para atacarlos. Un súbito y electrizante latigazo de excitación me recorrió entera. Lanzaba besos cálidos a tu boca, borbotando una pasión indómita ue fue capaz de extirpar el temblor de tu voz en forma de suspiro contenido. Mis piernas se fueron colocando alrededor de tu cintura a la vez que dejabas caer tu peso en mi, con un sutil movimiento, incitando a la temperatura subir.


La intensidad del contacto con tu boca alborotó los jadeos que se encontraban atragantados en nuestro cuello. Muy despacio, envolvías mi cuerpo sinuosamente con el tuyo; querías tener más de mi lengua unida a la tuya, y más de mis manos custodiando tu trasero. Quiero sentirte desnuda contra mi cuerpo, sentir cómo te daba la bienvenida a los huecos más recónditos de mi ser. Las camisetas tenían como final el suelo, y los pantalones el mismo, aunque todavía estábamos batiendo una pequeña lucha de cinturones y cremalleras, hasta quedar completamente en prendas íntimas. Durante ese tiempo, tu boca sensual mordisqueaba la mía tímida pero con ansia de tu saliva. Te quedaste expectante ante mi figura, los dedos caminaban un poco cohibidos hasta la tela de mis pechos, por lo que mi mano se unió a la tuya para darte seguridad. Una sonrisa se iluminó en tu rostro y yo, por mi parte, me tatué una igual de grande. Procedí a quitarme el sujetador y por tanto, liberar un par de razones para continuar este baile en desnudez. Tus pechos también eran espléndidos, del tamaño perfecto de mi palma y con unos pezones ideales para enredarlos con mi lengua. Levantaste los míos, los tomaste generosamente, apretándolos levemente, para después hundir tu rostro a estas curvas que provocaban tu locura. Comencé a gemir suavemente, a causa de tu mordisqueo incesante por mi pezón, regalándome además una lluvia de besos por el otro pecho gemelo. Me retorcía de puro placer, la intensidad de tus besos junto al roce provocado por tu entrepierna comenzaba a ser peligrosamente excitante.

No aguantaban más tus manos y emprendieron un paseo por las zonas bajas y bastante húmedas de mi pelvis. Alcé mi cabeza hasta tu clavícula, mordiéndola a lo largo y subiendo por tu cuello. Un par de gruñidos se te escaparon, al igual que espasmos por continuar tocando aún tus pechos. Bajé un poco de la cama, a la altura justa para saborear tus pezones una vez más, por igual. Una lentitud vertical se sumía en nuestros cuerpos, hasta que te separaste de mi para posar los pies en el suelo frío y alzar el metro ochenta de figura semi desnuda que eras ante mi. Mis manos pasaron a despojarte del último retal que tus caderas custodiaban, y las tuyas las copiaron con mi persona.


Tu mirada orbitaba a mi alrededor, recelosa. Provocativa. Recorrió mis pechos y bajaron por el estómago hasta la uve que se cerraba en mis muslos. Te arrodillaste y procediste, con una gran sonrisa, a lamer la piel de mi bajo vientre y continuar bajando por aquella lisa piel a base de mordiscos, curvando la lengua una vez en la parada destinada. Clavé mis dedos en tus hombros mientras lamías una y otra vez, con movimientos, para acumular más excitación por mis pliegues. Chupaste el sensible brote de mi feminidad, haciendo que me arquease contra tu boca pidiendo más. Cada centímetro era barrido por tu lengua, hasta que un intruso de temperatura más fría subió desde los muslos hasta llegar a hacer una deliciosa fricción en mi sexo, despertando zonas erógenas que hacían temblar mis rodillas. Me agarré a tus hombros en busca de un punto de apoyo, a lo que tú respondiste deslizando más áapido tus manos y saboreándome más intensamente.

Apartaste tu cara un momento de aquel volcán a punto de estallar y fue el momento idóneo para que yo liderase la guerra. Invertimos los papeles y esta vez era mi cuerpo el que se erguía encima del tuyo. Tomé un trago largo de la visión de tu cuerpo desnudo antes de agacharme para recibirte entre besos húmedos y ronroneantes. Te besé profundamente, buscando tu sinhueso con la mía hambrienta. Posé mis dedos bajo tu trasero y tus piernas rodearon mi cadera, de ta modo que mi mano quedaba prisionera de tu entrepierna. Te retorcías nerviosa, buscando la manera de sentirme dentro pero con un poco de dilación, con una mirada de arrogante diversión. Al mismo tiempo que mis labios se acercaban a los tuyos, mi dedo índice procedía a tocar los pétalos de tu sexualidad, y en la toma de contacto me mecí contra ti en un lento movimiento sexual donde me deslizaba hacia atrás y hacia delante dentro de la uve resbaladiza que tenías entre los muslos. Comencé a restregar la mano con un movimiento que se aproximaba al apogeo con dos dedos. Los jadeos que en un comienzo eran suaves, los empezaste a lanzar al aire de manera un poco más frenética. Me encantaba visualizar de cuando en cuando tus ojos brillantes y las mejillas sonrojadas que se te ponían con cada mirada de ternura que depositaba en tus iris. Eres presa del hambre insaciable que sientes por mí. Te separé un poco más las piernas y disfruté un poco más de tu figura tendida en la cama, con respiración jadeante, los senos hinchados por los mordiscos y los muslos resbaladizos por el deseo efervescente que emanabas. Besos cargados de intensidad desplomé sobre tu vientre mientras mi mano se demoraba una y otra vez por tus muslos hasta llegar a rozar tu brote sensible. Arqueaste las caderas hacia arriba, mordisqueé tu ombligo, y me cercioré de tomarte con toda la ternura y energía que no te habían mostrado antes. Abriste los ojos, sorprendida de las corrientes eléctricas salientes de tus resbaladizos pliegues. Di lametones por los lados de tus pechos, hasta llegar al centro, y de ahí a los pezones, pasando enérgicamente la lengua por ellos, con un roce muy sensual para llegar a mordisquearlos alternativamente con los dientes. El placer te sonsacaba pequeños gritos ahogados en la garganta, sobre todo cuando los dedos salieron del escondite para establecerse un tiempo en tu clítoris.


Levanté más tus piernas y bajé con la boca una segunda vez. Tu boca llenó la noche de gimoteos varios mientras yo me limitaba a besarte, a lamerte, a introducir mi lengua en tu recoveco íntimo. Se sumergía entre tus plieges, haciéndote estremecer. Te corrías en una serie larga de espasmos mientras continuaba lamiéndote. Estremecías demasiado y paré. Pero justo cuando pensabas que sería el fin, te mordisqueé delicadamente y arranqué nuevos espasmos de tu cuerpo con los dedos en tu clítoris. Arqueabas de nuevo las caderas, y mi cuerpo subió para que mi boca alcanzase la tuya. Los dedos no se movían del centro de tu uve, pero mis labios querían acallar tus gemidos. Más expectación y velocidad frenética en el ambiente. Faltaba poco, pero ambas deseábamos que aquello durase el mayor tiempo posible, que el placer fuera tan grande que te hiciera rechinar los dientes. Mi cabeza bajó hasta tu estómago, besando intermitentemente tu ombligo, buscando desesperadamente con el tacto tu orgasmo. Tu respiración era un rumor enloquecido, y los latidos de tu corazón se agolpaban con los míos. Te hervía la sangre, lo podía notar. Las temblorosas contracciones dieron punto a su fin, la intensidad de nuestros cuerpos llegó hasta un punto infinito, donde la realidad no era más que ese momento en aquellas cuatro paredes, con una cama, con dos personas en ella.


Contigo.
Conmigo.

Piezas de ropa.


Mis brazos continuaban cruzados y uno de mis tobillos balanceándose, apoyado en la rodilla contraria, denotando cierto nerviosismo. Tú, mientras, te tomabas todo el tiempo necesario para probarte la ropa, hasta que finalmente me llamaste para verte. Comprobé lo bien que te sentaba el pantalón negro ajustado, y lo mejor que combinaba la camiseta gris. Mis ojos viajaron por tu cuerpo, recorriéndote de arriba a abajo, y un fino hilo de baba imaginario se descolgaba de mi boca. Te bajé las gafas de sol de la cabeza con un "así, sí". Te reíste, y me empujaste fuera del pequeño habitáculo para poder cambiarte. No opuse resistencia, pero realmente no quería salir. Pensé, sonreí. Y tras dos segundos de una mirada furtiva de reconocimiento hacia resto de probadores vacíos, giré sobre mis pasos y abordé el mismo espacio en el que tú te hallabas con un rápido movimiento de cortina.

Todavía estabas contemplándote en el espejo, con la espalda vuelta hacia mí, y la camiseta a medio quitar. No hicieron falta palabras, porque mis manos se lanzaron al vacío de tu cuerpo, conquistando tu vientre, arañándolo, a ritmo y compás de mi respiración lenta. Mis dedos fueron subiendo hasta tus costillas, para ir quitándote la camiseta. Despacio. Durante el camino me apetecía rodear tu columna de besos cálidos y apaciguados, que hicieron a tus brazos apoyarse en el espejo. Tu pelo negro se curvaba por tus hombros y un poco por el comienzo de tu espalda, invitándome a sumergir mis dedos por él, y recorrer todos tus relieves.

Te diste la vuelta. Con una sonrisa pícara no pude evitar observar tu pecho semi desnudo y seguir bajando hasta tus ceñidos pantalones oscuros. Mis pupilas se clavaron en tu abdomen, en tu ombligo, tus esbeltas caderas... Explotaste el globo de mi ensoñación levantando mi barbilla y regalándome un beso intenso, rozando lo electrizante. Luego, te separaste de mi, pasando tu pulgar por encima de mis labios, moviéndolos de un lado para otro, provocando una ligera e irreprimible fricción. Me ladeaste la cabeza hasta ponerla en el ángulo perfecto para que tus dientes rasgasen mi cuello, y tu lengua mojase con la punta mi piel desde ese punto hasta la oreja. Una ola de deseo subía pausadamente por mi cuerpo, cada vez más intensa, y tú seguías entretenida en el cartílago hasta que giraste mi cara para sumergir tu sinhueso en mi boca y que así se encontrase con la mía. Tus labios, calientes, y tus besos, sedosos, conseguían hacerme estremecer totalmente. Poco a poco, fuiste haciendo que mi espalda se apoyara en una de las paredes y que mis manos caminasen por tus brazos, tus hombros, para apretarte más a mí, que sintieras el fuego que estaba creciéndome dentro. Cerré mis manos por tu cintura y luego las deslicé suavemente hacia arriba mientras el beso profundizaba, se detenía en cada curva. Con mis palmas encima de tus pechos, a tus muslos les dio un ataque de flaqueza, arqueando un poco la espalda, pero sin separarte todavía para hundir más mis dedos, entre la tela y la piel, y sentir así tus pezones endurecidos contra mis manos. Cada vez te aumentaban más las ganas de sentirme dentro tuya, sin ropa de por medio.

Tu camiseta terminó definitivamente en el suelo, y se quedó observando cómo la mía también caía en esta batalla. Me acariciabas los pechos, aumentando la intensidad según tu lengua se deslizaba más hacia dentro, resbaladiza y hambrienta, logrando que yo expulsase suaves maullidos de placer. El ritmo en que mis besos se incrustaban en tu boca comenzaba a ser frenético, tú no tuviste ninguna duda y comenzaste a desabrocharme el pantalón. Únicamente con la ropa interior coronando mi cuerpo, rodeaste mi trasero con las manos y me elevaste contra ti, a lo que respondí alegremente pasando mis piernas alrededor de tu cintura y dispuesta a continuar con más besos insistentes. Me curvé hacia tí en un desesperado intento de estar tan cerca tuya que ni el aire nos interrumpiera. Introduje mis dedos en tu cabello azabache y bastó con apretar con un poco de intensidad para que tu lengua empezase a buscar la mía de forma impasible. Solté una especie de carjacada, que resonó en las profundidades de mi garganta; me separé para lanzarte una mirada de ternura, y después volver a tener tu pelo entre mis dedos y besarte con tanta pasión que no te quedase aliento que darme.


Escuchamos voces, adolescentes riendo emocionadas por probarse nuevos conjuntos, hablando de novios. Nos miramos, tratando de contener las carcajadas. Me bajé de tus caderas, pero me aguantaste cerca tuya, bajando hasta mi oreja, susurrando que nos marcháramos a tu casa. Mi sonrisa dijo "sí", y tu mordisco en el labio me aseguró que íbamos a terminar lo que acabábamos de empezar.

Desgaste.



Hablas para no oírme, y bebes para no verme. Las neuronas son incapaces de conectar los hechos sucedidos a lo largo de toda la pregunta. Y es que cuando más tarde amanece, antes permanece mi agonía por ver el sol salir, desquebrajando la tranquilidad del cielo, noctámbulo todavía. A veces me pregunto a dónde me llevan estos zapatos viejos, si tal vez con unos simples pies nuevos todo cambiaría a un color distinto. A veces me pregunto si sería todo tan sencillo como desconectar varios segundos de la realidad, dejar de pensar demasiado, pero a medida que acumulas interrogantes las respuestas se vuelven más frías y efímeras.


¿Conoces algún paradero, algún techo donde pueda cobijarme? La lluvia aquí fuera abunda demasiado, y la verdad es que no me gustaría continuar empapada.

Noches herméticas.



Dime tan sólo si quieres quedarte toda una noche, viajar hasta los lugares más recónditos de mi cuerpo y permanecer unas horas en ellos. Que el crepúsculo cerrado sea la excusa perfecta para que malgastes tu tiempo entre mi piel y el sudor que desprendo, que no tengas control sobre tus actos. Si quieres ir despacio, dímelo. Iré lento. Iré dispuesta a perderte entre mis contradicciones.

El roce de tus miradas hace temblar mi cuerpo, y las caricias de tus dientes logran hacerme permanecer más tiempo enredada, a medio camino entre la timidez de tus sentimientos y el repiqueteo de este corazón indomable. No hay necesidad de esconder los ojos que nos haces imperecederos a la noche, las  luciérnagas son más que suficientes para iluminarte el rostro. Pedirte un día más es superfluo, para qué jugar con trivialidades si hay emociones de por medio. Las lamentaciones llegaron tarde, pero simplemente fueron viajeras de unas horas en la posada de mi pecho. Quizás en el tuyo aún permanecen, quizás jamás estuvieron. Guardar cierta certidumbre es inútil si te basas en los designios de tu propia perspectiva. A veces existe mucho más que eso. A veces las cosas cambian sin darte cuenta, o más bien porque las ignoras. 



Es cuando la peonza termina rendida en el suelo que la cuerda la estrangula de nuevo para comenzar otro baile, que ya no estoy tan segura de querer dar algunos pasos, y no puedo evitar escuchar esa música que insiste en que mis pies se muevan a un ritmo terciario, dejándome llevar por los acentos y las anacrusas.

Closer.



Veo amanecer en tus pupilas,
y lo único que quiero es sentirte más cerca.
Pero tus palabras dejan atrás las
oportunidades perdidas.
No hace falta reinventar el miedo,
ni imaginar hasta dónde podría llegar
un sentimiento herido.


He agarrado entre mis dedos un mundo,
con temor a que se rompiese.
Y ahora que se ha hecho añicos, pienso
continuar con la cabeza alta y seguir como si
las cosas me dieran igual.
Porque detrás de cada pestañeo
se esconde una palabra o una flecha,
una contradicción o un mordisco con
olor a caricias.

No quiero hablarte de sueños salados,
ni de finales perfectos y dulces.
Tampoco que me envuelvas con tu alma
insegura y áspera,
ni me prometas un baile
por el que no podré
poner más paciencia.
Sabes que no pierdo nada por esperar,
ni por gritar mediante gritadas llenas
de desdén.
No tengo ese carácter,
ni lo quiero.



Tan sólo estaba dispuesta a tirar de un mundo,
desconociendo si, en algún momento,
sería él capaz de tirar de mí.

Alta fidelidad.



Las llamas comienzan
donde las cenizas terminaron,
y yo soy el causante de que 
el humo siga aún ondeando
en el viento.

Tu universo se colapsa
una vez el mío se desentiende,
mas no existe nervio alguno
que se escape a ras de piel.
Las cavilaciones sin rumbo
desembocan en mis labios para
extinguirlas a través de mordiscos
propinados a la nada,
al todo que formo yo.

Y es que las contradicciones siempre
fueron mis aliadas en el campo
de batalla,
y los escalofríos se extienden
sin dilaciones,
sin lugares de impacto para
desencadenar otra tragedia griega.


Porque tú has dejado de ser Penélope,
y yo todavía me siento como Ícaro.

Entre escamas.


Aquí me tienes,
recordando el beso que provocó
que la luna duerma entre mis labios.
Librando una batalla
entre el amor y el olvido.
Sabiendo que únicamente
el cielo en lo más profundo
de tus ojos.
Debatiendo
entre recuerdos y el frío.
Entre caricias que
aún se desbocan por mi piel,
omitiendo el silencio,  
para encontrar tu voz. 

II
Aquí te espero,
viendo cómo pasa 
cada segundo,
y aquellas sonrisas fingidas.
Buscando el callejón
sin salida que es tu cintura,
para alimentarme de dudas
y de amor por consiguiente.

III
Aquí estoy,
deshilachando el deseo
que provocas al pasar
con pensamientos desnudos.
En un rincón de mi sonrisa
tienes un silencio guardado
para que expire a través de 
los poros de mi piel.
 

Improvisado.



Cuando las estrellas comienzan a esconderse, y la luna pone su cara B, aparece el momento en que mis pies no vacilan y echan a andar por las calles pedregosas de esta ciudad de calles estrechas pero encantadoras.
Rumores vacíos,
sílabas sin importancia.

A veces la gente camina con la cabeza gacha. Evitando miradas, evitando encuentros fortuitos.
Y para qué.

El momento que mis pupilas se cercioraron de las tuyas, aquella noche de verano, me dejó la boca sin palabras que articular. Nada había sido planeado, y fue lo mejor.


Improvisado.

Casas de cartón.



No era demasiado temprano como para deslizar un pie fuera de la cama, pero tampoco había necesidad de que el reloj dejara pasar sus agujas un poco más. Tan sólo eran las ocho y media de la mañana. 

Las pestañas pesaban en exceso, esforzándose en hacerme caer de nuevo en el sueño. No había manera de movilizarme más allá de las arrugas de las sábanas pero recordar, que me encontraba en una habitación ajena y apenas había visibilidad por la tenue luz que se escondía entre tus cortinas moradas, fue más que suficiente motivo como para abrir las ventanas de mis pupilas. Mi pulso se calmó cuando te encontré tendida al lado de mi cuerpo, y el tuyo continuaba desnudo para no tener celos del mío.

Mi cabeza ha perdido la cuenta de las noches que hemos compartido en aquellas cuatro paredes, de los besos furtivos durante amaneceres infinitos y crepúsculos excesivamente lentos, de carcajadas estridentes, de sonrisas y miradas con deseo contenido. Mis brazos se lanzaron a abrazar tu espalda automáticamente, no obedecían a mis órdenes de dejarte descansar. Mi boca terminó inevitablemente regalando besos por tu piel, al ritmo de tic-tac. Terminaste girando 180º para recogerme entre tus brazos, entre tus pechos a modo de almohada y que la oscuridad se quedara conquistando mi visión. Tus dedos repiqueteaban por el comienzo de mi espalda; caricias sutiles de un alba color morado que se reflejaba en tu iris. Desprendes ternura. Cambié de lado, y mi nuca fue la culpable de que tus besos por todo mi cuello terminasen en mordiscos. Abrazas intensamente, tanto que soy capaz de escuchar cómo el corazón se desboca dentro de tu pecho, al contrario del mío, que mantiene una serenidad inquebrantable.

Pero es ahora, cuando no te siento cerca, que se desborda y me inculpa la calma ansiada. Y yo qué puedo hacer, mas que quedarme sentada con estas palabras que resbalan por entre mis dedos, que estás leyendo y así me mantienen cerca de tu mirada. Eres capaz de leerme en cursiva, y terminar las frases que yo comienzo, de arrugar la nariz y hacerme temblar con un suspiro.



Y en el fondo de mi pensamiento, todo empieza con un ,
pero termina con un yo.

Raise.



Agarrando a las nubes como globos
en un manojo de nervios,
deletreando a un sordo
todos los silencios.

Caminando ni rápido, ni lento.
Con los pies desnudos.
Susurando gritos al viento,
preguntando dónde estuvo.

Voy a la deriva de tu voz,
sin apenas aliento.
He perdido la razón
de tanto esperar.



Escribí mis palabras en las paredes de tu cuarto.
La huella de tus labios quedó grabada en mi piel. 

Enciéndeme.



Nada más entrar en el cuarto de baño todo fueron tropiezos. Temblores. Nervios. Manos yendo a ciegas y ojos entrecerrados por todo el espacio blanquecino hasta dar con una puerta vacía. Te sentaste en la tapa bajada del váter, sin despegar tus dedos de las hebillas de mi pantalón, y tirándome hacia a ti para acomodarme sobre tus muslos.

Los besos eran interminables, apenas había aire molestando entre nuestras bocas, y aquel inaguantable torrente de atracción instantánea que me acosaba interiormente parecía no dar tregua. Tus manos me sujetaban con firmeza y seguridad mis caderas, hasta que, de manera gradual y sosegada, bajaron hasta mi trasero. Las mías se mantenían enredadas en tu cabello como un ciclón de mariposas, pero pronto decidieron imitar a las tuyas y comenzar a bajar por la estepa de tu cuerpo, repasando esa clavícula marcada que llevas, llegando hasta el borde de tu camiseta, cuasi rozando la piel de tu tórax. Fue un contacto tenue, quizás algo seductor, pero que bastó para que tu cara se despegase segundos de la mía, tus ojos cobre se encontrasen con los míos tu boca depredadora atacase de nuevo, esta vez por el cuello mientras yo me mordía el labio. Dividía mis dedos entre tu pelo y tu espalda, raspándola un poco por la intensidad del momento, provocándote gruñidos acompañados de leves escalofríos que corrieron desde tu pelvis hasta la nuca, erizando tu tez al completo.

Gemí en tu oreja, en un acto de baja guardia por tu parte, tomé la delantera con besos apasionados y mordiscos provocantes, con una actitud salvaje hacia tu exigente cuello. Todavía aumentando el punto focal del intenso erotismo que se creaba en aquel espacio tan cerrado, tus manos se impulsaron a tomarme por la cara, para rematar con un beso abrasador los labios que no hacían más que deletrear tu nombre. Sin sacar tu lengua de mi cavidad bucal apretaste cada mano contra mis nalgas y de un fuerte impulso me levantaste en el aire para continuar violándome la boca contra la pared lateral del cuarto de baño. Prácticamente se podía oler el sexo y la lujuria que desprendíamos en aquellas circunstancias. Oprimes tus pechos contra los míos, estimulando mi entrepierna con los movimientos verticales que se producían a raíz de la fuerza y aguante de tus brazos. Influenciada bajo una fuerte determinación, puse oxígeno de por medio, y le di un lametón a tu nariz juguetonamente, a la vez que la comisura de mis labios se expandían y te contagiaba la sonrisa. Antes de perder el equilibrio, posé mis pies en el suelo firme para, acto seguido, dar una ligera palmada en tu trasero sin soltarlo después y acercarme, logrando tu retroceso. Di otro paso depredatorio. Una diminuta inspiración terminó atascada en tu garganta, chocando con el suspiro que evocaba la mía, y la impaciencia que se avecinaba ante ti. Pausadamente mis pasos avanzaban y los tuyos los imitaban a la inversa, hasta que tu espalda conoció a la otra pared y no había escapatoria para la presa a la que el león estaba deseando comerse. Con un gesto sutil mi mano notó el tacto vaquerizo de tu entrepierna mientras mis labios perdían los estribos en una décima de segundo y se revolucionaron por tu cuello, enseñándole los dientes. Tiré con fuerza de una mano la coleta que te aprisionaba; tus cabellos fluían por mis hombros y oleadas de lascivia me recorrían de arriba a abajo. La intensidad era tal que pasamos a una lucha por probar quién tenía más fuerza que quién respecto a hacerse con el control de la situación, y terminé cediendo yo, para regresar al tabique contra el que me habías empujado minutos antes.

La descarga de excitación que me derretía hasta los huesos, a causa de la intrusión de tu mano entre mis pantalones y la ropa interior que llevaba, me provocó tomar una gran exhalación de anhelo. Su compañera se entretenía arañando mis lumbares, pero tu boca era más inteligente: comenzó una expedición desde el borde de mi oreja hasta la curva que tenía mi escote, sin olvidarse de apretar los dientes por la clavícula y de manera más delicada por el hueco que separaba mis pechos. Tal era la excitación que evocabas que terminé por introducirte yo misma la mano en el interior de mis bragas para sentirte de una vez por todas. Tras unos instantes que parecieron una eternidad, uno de tus dedos se encontraba entre mis labios inferiores, un quejido se ahogó a medio camino de mi laringe, y mis manos encontraron refugio en la jungla que formaba tu cabello y tu espalda. Un breve silencio acompañó los instantes siguientes, hasta que a causa de un segundo dedo, no pude articular palabra. Creo que podías escuchar mis latidos desde tan abajo. No podía ni tan siquiera tragar saliva, pero el único pensamiento que se cruzaba por mi mente era que no se te ocurriese parar. El instinto nos llevó por mal camino, pero no era el equivocado. El anhelo de sentirte muy adentro era más fuerte que cualquier otra sensación en ese instante. Tan sólo importaba la sensación que estábamos experimentando, la incontenible pero a la vez aterradora necesidad de deseo que vibraba por todo mi ser, siendo más irracional de lo que habría pensado. Exhalabas gruñidos de desazón, mientras cerrabas más y más tu mano sobre la uve de mis muslos. Los nervios hablaban por sí mismos.

Tu índice terminó imponiéndose a mis exigencias y subió levemente sus coordenadas, llegando a rozar mi clítoris y tensar mis músculos de forma rígida. Un diminuto grito se me escapó por entre los labios,  y alerta del público que podría llegar a entrar a los baños, tu mano libre se abalanzó sobre mi boca, tapándola, y haciendo que la tuya mientras jugase con mi cuello a base de mordiscos. Estaba siendo consumida salvajemente por ti, tan deprisa que a mi cerebro no le daba tiempo a formar ninguna palabra. La vertiginosidad de la situación se tensaba en excitación, me abrasabas más por dentro y el ansia era mayor. Tu fuerza aumentó implacablemente, tus besos se pasearon por mi cuello desnudo y con el tercer mordisco mis manos se aferraron a tu cabello, presionándote lo más fuerte posible contra mi cuerpo para cortar los sonidos que se deslizaban entre mis labios. El placer había sobrepasado mis expectativas, con una cálida sensación que reposaba en todo mi ser.


Dejé de apretar tu piel contra la mía, para dejar espacio a las caricias, a las miradas vergonzosas y sonrisas estúpidas. No hicieron falta palabras, porque con nuestro cuerpo ya lo habíamos dicho todo.





Oniria e Insomnia.


Las sábanas eran testigos de nuestro delito mañanero, de mis dedos integrándose en tu pelo y tu figura formando parte del lienzo de mi cuerpo. Mi mirada se olvidaba lánguidas caricias por tu clavícula y tu pecho, desembocando al epicentro de tu ser, a medio camino del monte Venus. Aparté los pliegues de sábana que todavía nos separaban para encontrarte, dejando reposar decenas de besos, cada cual más perezoso que el anterior. Repasaba tu mejilla con mi nariz, antes de que mi boca hiciese un pequeño tour hasta alcanzar a la tuya. Dientes que se provocaban a otros labios, y ellos que respondían con amagos de alejamiento, hasta que los tuyos cobraban forma de luna menguante y recobraban la fuerza perdida durante la noche.

Al ritmo de la suave melodía que emanaba de los altavoces, tu cuerpo comenzaba a acomodarse sobre el mío con una fluidez delicada; la naturalidad era algo que gobernaba a nuestros movimientos. Yo expiraba pura ternura, pero no podía evitar morderme el labio en busca de algo más que besos cálidos. Empecé a desartar tiras y aflojas entre el aire que sobraba entre nuestras figuras, y a colmar a tu cuello de pequeños y traviesos mordiscos. Bajaba tranquilamente, atraída por tu ombligo pero pasando antes por tus pechos mientras tú te limitabas a tragar saliva, tratando de no parpadear para no perderte ningún detalle de mis colmillos sobre tu piel, de mi sinhueso jugando con tus pezones porque, aunque el corazón te retumbaba dentro del pecho, sentías cómo mi boca te abrasaba por fuera, deseando conocer cuál sería la siguiente parte de tu tez que devoraría. Te estremeces cuando estoy a escasos milímetros de rozar con la lengua el borde de tu epicentro, y eso me gusta. El instinto me lleva a recorrer todo tu torso, desde el hueso de la cadera hasta los hombros y parte del tiroides, mientras una avalancha de expectación te sobresaltaba y unos tímidos sonidos entrecortados se escapaban entre tus labios, hasta que regresé a ellos para calmarlos. Mis brazos te rodearon, dejando caer tu peso sobre mí y pudiendo atrapar tu cintura desnuda por breves instantes, hasta que te obligase a ergir tu postura mientras yo reptaba bocaarriba hacia la parte final de la cama y durante el trayecto obsequiase mordiscos gratuitos.

Terminaste sobre tus rodillas y conmigo entre ellas, hablando lenguas vernáculas con tus pliegues más íntimos, provocándote a susurrar ruiditos de inquietud, de menor a mayor intensidad, a la vez que mis mianos viajaban por el universo de tu cuerpo, abriéndose paso entre tus pechos y estacionándose en ellos por un momento. No parabas de balancearte, sin resistirte a la intrusión de mi lengua y anhelando mantenerla dentro de tu cuerpo hasta el momento en que te apartaste jadeando y llegando a gatas hasta las almohadas, preparándote para asediar la ciudad, porque la guerra no había hecho más que empezar. Con un poco de presión logro que uno de mis dedos se abriese camino entre tus pétalos carnosos, pero tú, decidida y firme, me acercas la mano, pidiendo más con la mirada que con tus piernas, con tus dientes mordiendo medio labio y extendiéndome un segundo. En ese ángulo me encontraba subiendo y bajando salvajamente, apretándote el cuerpo de manera salvaje y frenética a un ritmo acorde con la intensidad del momento y la música que vomitaba el aparato de música y que iba en diminuendo, y por tanto, nuestros moviemientos también. Regresé con largos y calmados abordajes, consiguiendo que vibrases por terminaciones nerviosas desconocidas hasta ese momento.
Sin dejar de continuar el flujo, acerco mi cara a la tuya para ronronearte al oído, y volver a retirarme centímetro a centímetro para mirarte a las pupilas que casi llenan por completo tus ojos. Bajo para saborear de nuevo el néctar que desprendes, buscando entre tus pliegues el brote que te llevaría al éxtasis, a tu Nirvana personal. Prácticamente podía notar los latidos que tu corazón impulsaba al resto de tus extremidades, los jadeos pasaron a ser cuasi aullidos, y mientras mis dedos iban a ritmo constante, la lengua no hacía más que provocar contratiempos que rozaban tu plena exaltación, a la que te aferrabas tan fuerte como a la almohada. Tras varios gemidos continuados y entre cortados agarraste mi cabello y apretaste mi cabeza contra tu ser, indicándome que el tren llamado orgasmo había desembocado en tí.

Continuamos respirando al mismo compás, dejando que la música nos terminase por llenar y yo cayese en la mullida cama que llevaba de colchón tu cuerpo extasiado, buscando cobijo entre tus brazos. En ese momento sentía cómo los impulsos de tu corazón palpitaban hasta casi tu dermis y se me contagiaban por las caricias que tus dedos me regalaban. Terminé por enroscarme entre tu brazo y tu costado, que tu cuerpo girase 90º para acogerme, mientras me ahogaba en la profundidad de tus pupilas:

- Que Oniria encuentre a Insomnia... -murmuré.
- Y que mis sueños se hagan realidad. - respondiste.





Two sticks.


¿Cuánto estás dispuesto a dar,
por algo que desconoces,
que no sabes si permanecerá
o si quizás es ambulante?


Nadie dice, nadie habla.
Nadie te pregunta.
Pero todo el mundo sabe todo.
O al menos eso creen.

Sentimientos que no escuchan,
que van a tientas en la oscuridad
del deseo o de una esperanza,
que terminan sucumbiendo 
a la monotonía.

¿Cuánto eres capaz de hacer,
por algo que desconoces,
que caiga en la telaraña del tiempo
y no te transforme de nuevo en nómada?

Eco.


No hay motivos de alegría cuando sólo desprendes inseguridad, y es imposible ahogar la sed de estos versos melancólicos y cansados. Falta un engranaje por ceder pero la impotencia que rezumas está más lejos de lo que esperabas. Tan sólo necesitas divagar en tu mente para encontrarte. Y es que cuando más buscas, antes encuentras, aunque no a base de palos ciegos, ni de camas que se vacían y se llenan al día siguiente; es complicado la vida de mortal, pero peor sería pasar la eternidad observando vidas ajenas. Llamadas que terminan en la misma frecuencia constante, sin llegar a tener respuesta o una fidelidad innata de devolverte la palabra. El curso paralelo de este afluente con piernas está girando en una elipse trascendental, donde no se escucha nada, donde es a base de miradas que la comunicación fluye.

De dos saltos jamás se saltará un precipicio, de la misma manera en que no son suficientes para llegar hasta el alféizar en que la culpa se balancea. A veces es más facil callar, y otras tantas, contar lo que piensas sin risas de por medio que incomoden la sensación de quemarte por dentro.

Porque hay momentos en los que soy ceniza,
y momentos en los que voy a por las antorchas.
Soy fuego, al fin y al cabo.

Fuego y arena.


Te quemas y te asfixias por dentro. No aire en este espacio cerrado que son las cuatro paredes de tu habitación. Es tarde para abrir la puerta, aunque haya posibilidad, pero el humo te ciega para encontrar el camino, como el resto del tiempo que permanecías segura en esa burbuja hecha por tí.
Parece que las pupilas que miraba se disiparon con las dudas, que las bombillas del cielo estallaban en mil pedazos y alguno salía volando para cumplir tu deseo. Pero nunca fuiste lo suficientemente rápida, al menos no para pedirlo a tiempo.
El calor a veces ayuda a improvisar, pero eso no siempre se me dio bien. En algunos momentos se necesita algo de hielo que te provoque un golpe con la realidad; nunca es agradable, pero terminas agradeciéndolo con el tiempo.

Que las huellas del ayer son complicadas de borrar,
pero más difícil es hacer que las tuyas palpen la arena.
Que tu piel no es alérgica a mi piel,
pero se vuelve áspera si la toco ahora mismo.

Salpica el horizonte.


Las olas se encogen cuando ven que la orilla se acerca, se retuercen entre la sal y las pocas piedras que decidieron salir a la aventura, a intentar ahogarse, a sentirse vivas. Pero más allá de eso, no tienen capacidad alguna de llegar más allá de dos centímetros. Necesitan un empujón, o en muchas ocasiones, alguien que las lleve bien lejos.

Lo más lejos posible.

Vértigo.



Suelos que se desquebrajan
y sonrisas que bailan
al compás impar de tu alma.
Mentiras que ensalzan
El segundo plato que
el restaurante ofrece.
Sacia la calma con sangre,
que perece del combate anterior.
Los círculos inversos provocan
inestabilidad en este frágil hueco
que llora por no amanecer,
y ríe por ser temprano. 

La cuerda tiembla
y mi corazón se asusta,
cuando comienzas a tararear
aquella canción que habla de mí.
Descansa la fiera interna
que es capaz de matar monstruos,
ahora no es momento de luchar
sino de dejar que el tiempo 
tenga la palabra.

Desazón interna
que agita los sentimientos.
Cuidado con la alta mar,
nunca sabes por dónde vendrán las olas.
Pero el barco ha nacido para aguantar
tempestades más grandes 
que las provocadas por tus palabras.



Capitán, el barco zozobra.
No importa, porque ya nos habíamos ahogado.

Blind.

Su pudiera saber por dónde comenzar, todo sería más sencillo. Y no queremos que sea así. A veces me cuestiono el inicio, el porqué, pero me pierdo entre pensamietos, recuerdos y nimiedades que mi cabeza se dedica aleccionar. Está en el agua lo que nos separas, lo que nos diferencia y a la vez lo qe dramatiza la situación.

Dubitativa, al acecho.
Replegando instintos irracionales.

Pez de feria.


La respuesta se encuentra
en la pregunta,
las caricias se esconden
en mi piel.
El raciocinio que albergo
está perdido,
en este mar de tempestades
que mi cuerpo suscita.
No quiero ser un simple premio
o victoria,
sino algo que te haga temblar,
a cada instante.

Devuélvemelo todo, absolutamente todo,
que me quede con la miel en los labios
y con ganas de más.
Desenvuelve los nervios
que tú desatas,
cuenta las noches en vela
que he pensado en ti.
La suma de todo tiene como resultado
la pregunta,
de la respuesta.

¿Soy suficiente?

Hoy.

Es en los besos más profundos,
donde me encuentro.
Cuando la simultaniedad de nuestros suspiros,
se encuentran.
La manera en que me miras y sonríes
cuando te digo un piropo.
El espejo que refleja el todo
que me confine.

Hoy, me quiero.

#Trois.


A veces el silencio
no es una forma de atacar.
Basta una mirada para
poder dar de que hablar.
Hunde tus raíces hasta
lo más profundo de mi ser.

Y deja que respire tu aire...
Antes de que cuente tres.

Ensucia mis palabras
sin importar el qué dirán.
Camina por mi espalda sin rozar
esta frágil columna vertebral.
Hunde mis dedos hasta
el punto más intenso de tu piel.

Déjame invitarte a este baile...
Antes de que suenen las tres.

Primero mete y luego teme.


Te pienso, te siento.
Tu ausencia me acompaña,
en esta velada solitaria.
 Me omito, me aliento
a dejar que estas pestañas
den paso a un nuevo sol.
Te intrigo, te escondo
sentimientos visibles,
sólo a través de mis ojos.
Me respondo, me perdono
las noches de estos últimos abriles
que no pude compartir contigo.
Te lamentas, me inquietas
con esa mirada sibilina
que no tiende a razones.
Me esperasy te provoco
situaciones y desazones
que provocan adrenalina.

Me enamoro y te enamoras
de lo intangible, de lo platónico,
de lo nunca alcanzado por una mano.
Pero no te das cuenta de que sigo aquí,
Esperando el momento certero de decir
que te quiero,
decir,
tantas palabras imposibles de escribir,
aunque yo me intente abrir.
Si no lo hiciera en vano,
sin que fuese caótico,
diría que tú me
enamoras.

Maullando a medianoche.


Llueve tanto que el gato del tejado
raspa la ventana para poder entrar.
Esfuerzos inútiles.
A veces el torrente llega
de la manera más inesperada.
Y en momentos como ése,
se desvanecen las fuerzas,
desaparecen las cuerdas que te atan
a una contínua lucha en el ring,
cambiando los guantes por simple impotencia.

¿Dónde quedaron aquellas agallas
que ansiaban más peso en tus hombros?
Continúas endeble, resignándote
a descoser tus labios.
Marchitan las huellas livianas,
y el rubor del aire sobre tus hombros
que estremecen tu alma,
de la misma manera que a la piel.


Calienta las manos,
hoy el fuego se alza en lo alto.

Monstruos.

Hace ya algún tiempo que di contigo, una noche entre cervezas y carcajadas espontáneas. Sobraban los nervios, pero para qué el miedo. No me acordaba de la sensación vertiginosa en el estómago; estar mirando al vacío desde la azotea de un rascacielos me parecía demasiado fácil. Los días pasaban lentos y más las noches, hasta que olvidaste tu ausencia y el calor de mi cuerpo impregnaba al tuyo. Tardes de sillón, de siestas, de todo aquello que nos apeteciese. Noches reversibles a nuestros antojos, cualquier capricho era viable. Evitamos caer en picado con nuestra mente, dando libertad a nuestras manos. 
Líneas que dibujábamos en el cielo, figuras deformes a las que nuestra imaginación daba sentido. Malabares entre sentimientos , y sin embargo, aquí estoy, encima de una nube recorriendo medio mundo contigo. Traducir tus gestos es un jeroglífico que estoy dispuesta a decodificar, porque tus miradas me pueden, y tus palabras son el aire que tengo para respirar. 


No sé a qué esperas, porque aquí me tienes, expectante a cada uno de tus movimientos. Quiero dejar de lado las incertidumbres, que la espontaneidad siga reinando en este mar revuelto, que sólo tú y yo podamos ponerlo en calma. Porque sabes que mi destino favorito sería el infinito, como mínimo, hasta la Luna de ida y de vuelta. 

Porque sabes que mataré monstruos por ti.

#Trece.

Me acuerdo de ti,
besando mi piel de arena,
deseando que el mañana
no nos conquiste.
Languideciendo en tus brazos,
con fuerzas de flaqueza
para comerme el mundo.

Contigo.

Mañanas de pereza.


Tal día como hoy, amanece tímidamente por la ventana, pero el sol no tiene vergüenza alguna en observar nuestros cuerpos, desnudos y enredados en el gran vacío de la cama. Tus pies susurraban a mis sábanas que volverían, que tu cuerpo continuaría pegado al mío otra noche más. Recuerdo tus manos rodeando mi cara para obsequiarme con un beso de buenas noches, previo a que la luz diera paso a la oscuridad de la habitación y tus dedos jugasen en el laberinto que llevo en mi pelo.

Cuando mis ojos abren sus persianas, no pueden evitar esbozar una sonrisa, observando tu figura esbelta rodeada por mis brazos. Manos traviesas que no logran ignorar tu espalda aterciopelada, provocando los celos de estos labios que llevaban toda la noche muriéndose por recorrerte. Tus brazos me protegían del contacto pleno con el colchón, manteniéndome pegada a ti, sintiendo el olor de tu piel tan cerca que era capaz de comerlo. Los párpados que todavía andaban nauseabundos usaron fuerzas de flaqueza para poderte vislumbrar completamente, dando paso a una mirada que desbordaba ternura y se daba cuenta de tu trenza suicida por tu clavícula marcada. Tus pechos subían con la misma intensidad que descendía, provocándome unas inspiraciones similares y varios pestañeos de fuerza interior. Terminaste por sonreírme, de esa manera tan especial que haces siempre al despertar, dejando que tu boca entreviese tus dientes muy tímidamente hasta aparcar la vergüenza a un lado. Te aproximaste un poco más, sabiendo al igual que yo que había demasiado aire entre nuestros cuerpos, y no sólo conforme con ello, marcharon tus labios a recorrer mi oreja y lograr que mis manos terminasen enredadas entre tu pelo y tu espalda.

Dejando de lado la paciencia, volcaste tu cuerpo sobre el mío, moviendo ambos a un ritmo lento, comenzando a tentar a nuestras manos. Te obsequiaba con besos pasionales pero suaves, seguros y alguno que otro en la comisura de la boca. Mis manos se entretenían entre tu tórax y tu estómago, a lo que tus susurros parecían estar de acuerdo. Mordisqueos y lametones en tus pechos a los que ninguna camiseta podía defender ya. Tu piel se erizaba con cada soplo de aire que ofrecía a tu oreja, bien estuvieran mis manos en sus senos o mi boca en sus muslos para que suplicase más y mejor. Harta de esa última pieza de ropa interior que te quedaba, la lancé al suelo tras quitártela, para poder hundirme un poco en lo largo de la cama y lamer, de manera sutil y dulce, tu clítoris, llegando a rozarlo con los dedos. Tu corazón no paraba de asentir, se encontraba en el comienzo del éxtasis, mientras me incorporaba para besarte intensamente, haciéndote ser quien estaba debajo y poder ser entonces la protagonista de mis caricias y recorrer toda tu figura con mis labios y lengua. Con uno de mis dedos dentro, me aferraba a ti para que el ritmo se convirtiese en nuestro aliado, aumentándolo cada vez más. Quería ser la razón por la que ahogases tus gritos entre mi cuello y la almohada, la razón de que tus uñas se clavasen en mi espalda y me incitasen a clavar los colmillos en tu cuello, como si de Drácula se tratase. Volví con la misma velocidad al clítoris y temblabas de placer, de sentirme más cerca que nunca, dentro de ti. Los gemidos que golpeaban al aire me hacían coger carrerilla para conocer lo que estaba a punto de llegar.

Te tomé, enteramente tú. La calma regresaba a tu bomba sanguínea, mientras yo no podía parar de observar tu cuerpo, desnudo, a mi lado en esta cama que a tu lado se hacía aún más enorme. Mi cabeza, apoyada en tu pecho, se limitaba a abrazarte, queriendo entender el código morse que oía. Tus dedos se perdían en mi larga mata de pelo y para variar, los míos hacían lo mismo sobre tu piel. Besé un par de veces más tu esternón, para sonreírte después muy ampliamente y que me dieras la misma respuesta. No me cansaba de mirarte, de curiosear tu cuello, y ordenar tu pelo. Tatuar una sonrisa en mi cara por el simple hecho de amanecer a tu lado y que sea una de las mejores sensaciones del día, suficiente para empezarlo con buen pie. Seguir pensando en cada detalle que me produces y me haces temblar, que con la misma facilidad me pongo tonta y sensible. Y tras varios minutos sin decir palabra alguna, fue el sol quien decidió darnos los buenos días a través del cristal mientras yo, terminando de regalarte una hilera de besos por todo el rostro, te susurraba al oído:


"Tus secretos estan a salvo conmigo".