El argot de la espuma

Cuando cae la noche y no hay graznidos de gaviota que alteren los gruñidos de las olas que suben y bajan tratando de alcanzar las rocas, en la orilla queda la espuma salada, que es pisada por huellas humanas que dejan su rastro hundido en el moldeable suelo arenoso.

Anette dejaba que su larga y castaña melena ondulada se meciera al viento, que su cuerpo se fundiese con el mar cada sábado nocturno y que cada corriente de aire frío erizase cada rincón de su piel. Sus pies eran acariciados a intervalos por las olas, mientras ella canturreaba canciones de sirenas. La sangre palpitaba por todo su cuerpo, para que cada segundo que pasaba se sintiese más y más viva. Desvía su mirada a un horizonte perfectamente delineado, y el reflejo lunar que podía ver en la lejanía hacía que levantase la vista hasta el satélite que iluminaba sus movimientos. Un halo de luz envolvía su cuerpo redondo y perforado por la erosión.

Su rostro sombrío quedaba oculto en el lado B, dejando que fuese su parte reluciente e impecable la que se mostrase ante el mundo. Anette tenía la misma máscara inocente y diáfana, compuesta de luz incandescente, capaz de atraer a las luciérnagas de cualquier ciénaga. El aire que caminaba por su piel desnuda la envolvía de tierna calidez, haciéndola parecer una niña con cuerpo de mujer. Rasgos apenas marcados, pechos correctamente formados, labios carnosos, y cálida tez morena que hacía resaltar su mirada teñida de verde era reflejo de la muchacha en el agua. Sumergió entero su cuerpo hasta que los pulmones oprimieron su pecho, emergió a la superficie para darle un bocado al aire y continuar aleteando, como si de una sirena se tratase, en las reposadas aguas cristalinas.

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