Mañanas de pereza.


Tal día como hoy, amanece tímidamente por la ventana, pero el sol no tiene vergüenza alguna en observar nuestros cuerpos, desnudos y enredados en el gran vacío de la cama. Tus pies susurraban a mis sábanas que volverían, que tu cuerpo continuaría pegado al mío otra noche más. Recuerdo tus manos rodeando mi cara para obsequiarme con un beso de buenas noches, previo a que la luz diera paso a la oscuridad de la habitación y tus dedos jugasen en el laberinto que llevo en mi pelo.

Cuando mis ojos abren sus persianas, no pueden evitar esbozar una sonrisa, observando tu figura esbelta rodeada por mis brazos. Manos traviesas que no logran ignorar tu espalda aterciopelada, provocando los celos de estos labios que llevaban toda la noche muriéndose por recorrerte. Tus brazos me protegían del contacto pleno con el colchón, manteniéndome pegada a ti, sintiendo el olor de tu piel tan cerca que era capaz de comerlo. Los párpados que todavía andaban nauseabundos usaron fuerzas de flaqueza para poderte vislumbrar completamente, dando paso a una mirada que desbordaba ternura y se daba cuenta de tu trenza suicida por tu clavícula marcada. Tus pechos subían con la misma intensidad que descendía, provocándome unas inspiraciones similares y varios pestañeos de fuerza interior. Terminaste por sonreírme, de esa manera tan especial que haces siempre al despertar, dejando que tu boca entreviese tus dientes muy tímidamente hasta aparcar la vergüenza a un lado. Te aproximaste un poco más, sabiendo al igual que yo que había demasiado aire entre nuestros cuerpos, y no sólo conforme con ello, marcharon tus labios a recorrer mi oreja y lograr que mis manos terminasen enredadas entre tu pelo y tu espalda.

Dejando de lado la paciencia, volcaste tu cuerpo sobre el mío, moviendo ambos a un ritmo lento, comenzando a tentar a nuestras manos. Te obsequiaba con besos pasionales pero suaves, seguros y alguno que otro en la comisura de la boca. Mis manos se entretenían entre tu tórax y tu estómago, a lo que tus susurros parecían estar de acuerdo. Mordisqueos y lametones en tus pechos a los que ninguna camiseta podía defender ya. Tu piel se erizaba con cada soplo de aire que ofrecía a tu oreja, bien estuvieran mis manos en sus senos o mi boca en sus muslos para que suplicase más y mejor. Harta de esa última pieza de ropa interior que te quedaba, la lancé al suelo tras quitártela, para poder hundirme un poco en lo largo de la cama y lamer, de manera sutil y dulce, tu clítoris, llegando a rozarlo con los dedos. Tu corazón no paraba de asentir, se encontraba en el comienzo del éxtasis, mientras me incorporaba para besarte intensamente, haciéndote ser quien estaba debajo y poder ser entonces la protagonista de mis caricias y recorrer toda tu figura con mis labios y lengua. Con uno de mis dedos dentro, me aferraba a ti para que el ritmo se convirtiese en nuestro aliado, aumentándolo cada vez más. Quería ser la razón por la que ahogases tus gritos entre mi cuello y la almohada, la razón de que tus uñas se clavasen en mi espalda y me incitasen a clavar los colmillos en tu cuello, como si de Drácula se tratase. Volví con la misma velocidad al clítoris y temblabas de placer, de sentirme más cerca que nunca, dentro de ti. Los gemidos que golpeaban al aire me hacían coger carrerilla para conocer lo que estaba a punto de llegar.

Te tomé, enteramente tú. La calma regresaba a tu bomba sanguínea, mientras yo no podía parar de observar tu cuerpo, desnudo, a mi lado en esta cama que a tu lado se hacía aún más enorme. Mi cabeza, apoyada en tu pecho, se limitaba a abrazarte, queriendo entender el código morse que oía. Tus dedos se perdían en mi larga mata de pelo y para variar, los míos hacían lo mismo sobre tu piel. Besé un par de veces más tu esternón, para sonreírte después muy ampliamente y que me dieras la misma respuesta. No me cansaba de mirarte, de curiosear tu cuello, y ordenar tu pelo. Tatuar una sonrisa en mi cara por el simple hecho de amanecer a tu lado y que sea una de las mejores sensaciones del día, suficiente para empezarlo con buen pie. Seguir pensando en cada detalle que me produces y me haces temblar, que con la misma facilidad me pongo tonta y sensible. Y tras varios minutos sin decir palabra alguna, fue el sol quien decidió darnos los buenos días a través del cristal mientras yo, terminando de regalarte una hilera de besos por todo el rostro, te susurraba al oído:


"Tus secretos estan a salvo conmigo".

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