Enciéndeme.



Nada más entrar en el cuarto de baño todo fueron tropiezos. Temblores. Nervios. Manos yendo a ciegas y ojos entrecerrados por todo el espacio blanquecino hasta dar con una puerta vacía. Te sentaste en la tapa bajada del váter, sin despegar tus dedos de las hebillas de mi pantalón, y tirándome hacia a ti para acomodarme sobre tus muslos.

Los besos eran interminables, apenas había aire molestando entre nuestras bocas, y aquel inaguantable torrente de atracción instantánea que me acosaba interiormente parecía no dar tregua. Tus manos me sujetaban con firmeza y seguridad mis caderas, hasta que, de manera gradual y sosegada, bajaron hasta mi trasero. Las mías se mantenían enredadas en tu cabello como un ciclón de mariposas, pero pronto decidieron imitar a las tuyas y comenzar a bajar por la estepa de tu cuerpo, repasando esa clavícula marcada que llevas, llegando hasta el borde de tu camiseta, cuasi rozando la piel de tu tórax. Fue un contacto tenue, quizás algo seductor, pero que bastó para que tu cara se despegase segundos de la mía, tus ojos cobre se encontrasen con los míos tu boca depredadora atacase de nuevo, esta vez por el cuello mientras yo me mordía el labio. Dividía mis dedos entre tu pelo y tu espalda, raspándola un poco por la intensidad del momento, provocándote gruñidos acompañados de leves escalofríos que corrieron desde tu pelvis hasta la nuca, erizando tu tez al completo.

Gemí en tu oreja, en un acto de baja guardia por tu parte, tomé la delantera con besos apasionados y mordiscos provocantes, con una actitud salvaje hacia tu exigente cuello. Todavía aumentando el punto focal del intenso erotismo que se creaba en aquel espacio tan cerrado, tus manos se impulsaron a tomarme por la cara, para rematar con un beso abrasador los labios que no hacían más que deletrear tu nombre. Sin sacar tu lengua de mi cavidad bucal apretaste cada mano contra mis nalgas y de un fuerte impulso me levantaste en el aire para continuar violándome la boca contra la pared lateral del cuarto de baño. Prácticamente se podía oler el sexo y la lujuria que desprendíamos en aquellas circunstancias. Oprimes tus pechos contra los míos, estimulando mi entrepierna con los movimientos verticales que se producían a raíz de la fuerza y aguante de tus brazos. Influenciada bajo una fuerte determinación, puse oxígeno de por medio, y le di un lametón a tu nariz juguetonamente, a la vez que la comisura de mis labios se expandían y te contagiaba la sonrisa. Antes de perder el equilibrio, posé mis pies en el suelo firme para, acto seguido, dar una ligera palmada en tu trasero sin soltarlo después y acercarme, logrando tu retroceso. Di otro paso depredatorio. Una diminuta inspiración terminó atascada en tu garganta, chocando con el suspiro que evocaba la mía, y la impaciencia que se avecinaba ante ti. Pausadamente mis pasos avanzaban y los tuyos los imitaban a la inversa, hasta que tu espalda conoció a la otra pared y no había escapatoria para la presa a la que el león estaba deseando comerse. Con un gesto sutil mi mano notó el tacto vaquerizo de tu entrepierna mientras mis labios perdían los estribos en una décima de segundo y se revolucionaron por tu cuello, enseñándole los dientes. Tiré con fuerza de una mano la coleta que te aprisionaba; tus cabellos fluían por mis hombros y oleadas de lascivia me recorrían de arriba a abajo. La intensidad era tal que pasamos a una lucha por probar quién tenía más fuerza que quién respecto a hacerse con el control de la situación, y terminé cediendo yo, para regresar al tabique contra el que me habías empujado minutos antes.

La descarga de excitación que me derretía hasta los huesos, a causa de la intrusión de tu mano entre mis pantalones y la ropa interior que llevaba, me provocó tomar una gran exhalación de anhelo. Su compañera se entretenía arañando mis lumbares, pero tu boca era más inteligente: comenzó una expedición desde el borde de mi oreja hasta la curva que tenía mi escote, sin olvidarse de apretar los dientes por la clavícula y de manera más delicada por el hueco que separaba mis pechos. Tal era la excitación que evocabas que terminé por introducirte yo misma la mano en el interior de mis bragas para sentirte de una vez por todas. Tras unos instantes que parecieron una eternidad, uno de tus dedos se encontraba entre mis labios inferiores, un quejido se ahogó a medio camino de mi laringe, y mis manos encontraron refugio en la jungla que formaba tu cabello y tu espalda. Un breve silencio acompañó los instantes siguientes, hasta que a causa de un segundo dedo, no pude articular palabra. Creo que podías escuchar mis latidos desde tan abajo. No podía ni tan siquiera tragar saliva, pero el único pensamiento que se cruzaba por mi mente era que no se te ocurriese parar. El instinto nos llevó por mal camino, pero no era el equivocado. El anhelo de sentirte muy adentro era más fuerte que cualquier otra sensación en ese instante. Tan sólo importaba la sensación que estábamos experimentando, la incontenible pero a la vez aterradora necesidad de deseo que vibraba por todo mi ser, siendo más irracional de lo que habría pensado. Exhalabas gruñidos de desazón, mientras cerrabas más y más tu mano sobre la uve de mis muslos. Los nervios hablaban por sí mismos.

Tu índice terminó imponiéndose a mis exigencias y subió levemente sus coordenadas, llegando a rozar mi clítoris y tensar mis músculos de forma rígida. Un diminuto grito se me escapó por entre los labios,  y alerta del público que podría llegar a entrar a los baños, tu mano libre se abalanzó sobre mi boca, tapándola, y haciendo que la tuya mientras jugase con mi cuello a base de mordiscos. Estaba siendo consumida salvajemente por ti, tan deprisa que a mi cerebro no le daba tiempo a formar ninguna palabra. La vertiginosidad de la situación se tensaba en excitación, me abrasabas más por dentro y el ansia era mayor. Tu fuerza aumentó implacablemente, tus besos se pasearon por mi cuello desnudo y con el tercer mordisco mis manos se aferraron a tu cabello, presionándote lo más fuerte posible contra mi cuerpo para cortar los sonidos que se deslizaban entre mis labios. El placer había sobrepasado mis expectativas, con una cálida sensación que reposaba en todo mi ser.


Dejé de apretar tu piel contra la mía, para dejar espacio a las caricias, a las miradas vergonzosas y sonrisas estúpidas. No hicieron falta palabras, porque con nuestro cuerpo ya lo habíamos dicho todo.





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