Semillas de granada.




Las luces de la ciudad parecían muy lejanas, como si las cuatro paredes en las que estábamos encerradas fueran un universo paralelo, independiente del tiempo. La música inundaba de forma tenue la habitación prácticamente en sombras, excepto por varios rayos luminosos de la calle, que se colaban por la ventana para espiarnos. Tus ojos destellaban en mitad de la oscuridad, como un faro que atrae a los barcos, y yo sólo buscaba colisionar contra tus piedras. Mis pies eran dueños de sí mismos, me condujeron hasta el borde de la cama donde me senté, donde aún existía un abismo de tu cuerpo al mío. Te erguiste para estrecharme entre tus brazos, y los míos rodearon tu cuello, asaltado inmediatamente por unos besos lánguidos. La intensidad del contacto nos provocó un jadeo intermitente, un tranvía llamado deseo crepitó entre nuestros cuerpos y aumentó la potencia que aquella descarga eléctrica incitaba al libre albedrío de nuestras manos.


Sin pensarlo dos veces, arrancaste tu camiseta para lanzarla directa al suelo, y volviste a tumbarte, haciendo que tomase una posición de depredador incipiente. Reposé levemente mi cuerpo contra el tuyo, uniendo nuestras caderas, mientras mi cabeza baja para darte besos a cambio de suspiros. Tus piernas rodearon mi cintura para apretarte más, hasta que un sutil alarido intentó escapar de tu boca, pero mi lengua atrapó el sonido. Me despegué un momento para observar lo apetecible que estabas en ese momento, sonriéndome con un extremo de tus labios. Tomaste mi cara con la mano para que descendiese de nuevo, y focalicé mis besos en tu mandibula, pasando por las mejillas, nariz y las pestañas. El deseo se acumulaba en la punta de mis dedos, que luchaban contra tu sujetador, y reposaba en tus pechos, pequeños y tiernos, a los que bajé a confesar mis más profundas intenciones hacia ti, jugando con lametones y el filo de los dientes. Regresé a tu boca, donde te besé con tal vehemencia que desaté la ferocidad que tenías atrapada en aquel cuerpo tuyo. Quería más de tu lengua, más de tus manos, se me hacían poco los besos que me regalabas. Mordisqueé tu labio inferior y tiré apasionadamente de él, estimulando las mordidas que me propiciabas desde el cuello hasta el hombro. Necesitaba tenerte desnuda pero la sensualidad de tu boca me tenía dominada, y tus dedos aprovecharon para despegarme la camiseta y desabrocarme el sujetador por el cierre delantero. Me puse sobre mis rodillas y te erguiste mientras me propiciabas un torrente de besos por mi abdomen, subiendo con una lengua aterciopelada hasta mis pezones. Mordía mis propios labios, desnudos sin los tuyos, fríos. Mis manos se dedicaron a enredarse en tu pelo, rodeando y arañando levemente tu apetitosa nuca. Apretaste mis generosos pechos con tus dientes antes de decidir que mis pantalones tenían la misma dirección que nuestras camisetas. Te quitaste los tuyos como muestra de igualdad de condiciones y te apresuraste a cambiar las tornas, liderando mi cuerpo, entre el tuyo y el colchón. Tragué aire con una áspera inhalación al ver cómo los haces de luz incidían en tu figura delicada, en tanto que descendías a acariciar mi nariz con la tuya. Tu boca se unió a la mía como un imán, dejando entrever una tímida lengua que jugaba con otra algo más despistada. Me dediqué a morderte el cuello y a besarte de manera desmedida por él, hasta los hombros, hasta los pechos, sin pasar por tus clavículas. Tu cuerpo me decía exactamente cómo y dónde tenía necesidad de mis dientes, hasta que tu mano se apoyó en mi hombro para hacerme retroceder con una malévola sonrisa. Posaste cientos de besos que viajaban desde mis labios hasta el ombligo, y tu lengua levantaba el borde de mis bragas para excitarme aún más. Separaste mis piernas y devoraste el interior de mis muslos, llegando a donar besos encima de la tela que todavía estaba en mi entrepierna y no sabía explicarme porqué a estas alturas no estaban aún en el suelo. Terminaste arrancándomelas en un impulso de lujuria, y la deliciosa fricción y contraste de tu lengua con mi clítoris hizo que me empezaran a temblar las rodillas. Lamías sutilmente aquellas zonas bajas, acumulando resonancia bajo la piel sensible, introduciendo tu lengua por el hueco más recóndito de mi ser, haciendo que arquease mi espalda y mi aliento se cortase. La almohada se estaba asfixiando de la fuerza con la que la apretaba, y el sudor que empezaba a brotar transpiraba tu nombre. Mis muslos se pusieron rígidos, la tensión que acumulaban en aquel momento necesitaba desaparecer y tan rápido como tu boca se desprendió de mis labios inferiores, los dedos le tomaron el relevo.

Cuando la piel se encontró con la piel, nos tapamos el grito haciendo coincidir nuestras bocas como si de un oasis se tratasen. El impulso fue ardiente y pausado, prolongando lo máximo posible la agonía que quemaba por dentro. Los jadeos comenzaron a aumentar de volumen, yendo casi al unísono. Comencé a arañarte la espalda como un intento de arrancarte la piel, desgarrarte el alma. Guardaba en mi garganta los gemidos casi frenéticos que trataban de huir, y al mirar tus ojos brillantes en aquella oscuridad me di cuenta de que era presa de un hambre inscaciable hacia tu piel. El ritmo de nuestros cuerpos iba increscendo, de intensidad y fuerza, aproximándote cada vez más al clímax del momento. Tu cuerpo, conforme las embestidas eran más rápidas, descendía hasta estar prácticamente encima del mío, y mis dientes se desataron en una vorágine de mordiscos incesantes en tu cuello desprovisto de defensas. Mis uñas se clavaban por tu columna, queriendo sentirte todavía más dentro de mi. El cuerpo me temblaba, el sudor resbalaba en la piel y mi respiración se colaba por tu garganta. No deseaba nada más intensamente que el calor que desprendían aquellos dos cuerpos me quemase viva. Mis gemidos comenzaron a cabalgar más rápido, temblando al igual que mis extremidades, hasta el momento en que me encogí, apretando tan fuerte tu cuerpo contra el mío, que pensé por un instante que te quedarías a vivir dentro de mi pecho. Los estremecimientos se calmaron, y te relajaste junto a mi, al otro lado de la cama. Me retorcía de placer entre las sábanas deshechas y tu sonrisa derrotada. Los besos que propiciaste fueron suficientes para apaciguar la poca energía que quedaba en mi ser. Los besos precipitados por tu cara, a modo de agradecimiento, se disiparon en las altas horas de la noche, entre tus brazos exhaustos, y tu respiración a contracorriente.

Pasé una de mis piernas por encima de ti, y te miré desde lo alto, esbozando una sonrisa, para bajar y unirme con tu pecho, a escuchar a tu corazón desbocado. Nos quedamos apacibles, haciendo tiempo a que el crepúsculo cayera sobre nuestras pestañas, que Morfeo nos robase a vigilia igual que Hades raptó a Perséfone.

No hay comentarios: