Noches herméticas.



Dime tan sólo si quieres quedarte toda una noche, viajar hasta los lugares más recónditos de mi cuerpo y permanecer unas horas en ellos. Que el crepúsculo cerrado sea la excusa perfecta para que malgastes tu tiempo entre mi piel y el sudor que desprendo, que no tengas control sobre tus actos. Si quieres ir despacio, dímelo. Iré lento. Iré dispuesta a perderte entre mis contradicciones.

El roce de tus miradas hace temblar mi cuerpo, y las caricias de tus dientes logran hacerme permanecer más tiempo enredada, a medio camino entre la timidez de tus sentimientos y el repiqueteo de este corazón indomable. No hay necesidad de esconder los ojos que nos haces imperecederos a la noche, las  luciérnagas son más que suficientes para iluminarte el rostro. Pedirte un día más es superfluo, para qué jugar con trivialidades si hay emociones de por medio. Las lamentaciones llegaron tarde, pero simplemente fueron viajeras de unas horas en la posada de mi pecho. Quizás en el tuyo aún permanecen, quizás jamás estuvieron. Guardar cierta certidumbre es inútil si te basas en los designios de tu propia perspectiva. A veces existe mucho más que eso. A veces las cosas cambian sin darte cuenta, o más bien porque las ignoras. 



Es cuando la peonza termina rendida en el suelo que la cuerda la estrangula de nuevo para comenzar otro baile, que ya no estoy tan segura de querer dar algunos pasos, y no puedo evitar escuchar esa música que insiste en que mis pies se muevan a un ritmo terciario, dejándome llevar por los acentos y las anacrusas.

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