Noches herméticas.



Dime tan sólo si quieres quedarte toda una noche, viajar hasta los lugares más recónditos de mi cuerpo y permanecer unas horas en ellos. Que el crepúsculo cerrado sea la excusa perfecta para que malgastes tu tiempo entre mi piel y el sudor que desprendo, que no tengas control sobre tus actos. Si quieres ir despacio, dímelo. Iré lento. Iré dispuesta a perderte entre mis contradicciones.

El roce de tus miradas hace temblar mi cuerpo, y las caricias de tus dientes logran hacerme permanecer más tiempo enredada, a medio camino entre la timidez de tus sentimientos y el repiqueteo de este corazón indomable. No hay necesidad de esconder los ojos que nos haces imperecederos a la noche, las  luciérnagas son más que suficientes para iluminarte el rostro. Pedirte un día más es superfluo, para qué jugar con trivialidades si hay emociones de por medio. Las lamentaciones llegaron tarde, pero simplemente fueron viajeras de unas horas en la posada de mi pecho. Quizás en el tuyo aún permanecen, quizás jamás estuvieron. Guardar cierta certidumbre es inútil si te basas en los designios de tu propia perspectiva. A veces existe mucho más que eso. A veces las cosas cambian sin darte cuenta, o más bien porque las ignoras. 



Es cuando la peonza termina rendida en el suelo que la cuerda la estrangula de nuevo para comenzar otro baile, que ya no estoy tan segura de querer dar algunos pasos, y no puedo evitar escuchar esa música que insiste en que mis pies se muevan a un ritmo terciario, dejándome llevar por los acentos y las anacrusas.

Closer.



Veo amanecer en tus pupilas,
y lo único que quiero es sentirte más cerca.
Pero tus palabras dejan atrás las
oportunidades perdidas.
No hace falta reinventar el miedo,
ni imaginar hasta dónde podría llegar
un sentimiento herido.


He agarrado entre mis dedos un mundo,
con temor a que se rompiese.
Y ahora que se ha hecho añicos, pienso
continuar con la cabeza alta y seguir como si
las cosas me dieran igual.
Porque detrás de cada pestañeo
se esconde una palabra o una flecha,
una contradicción o un mordisco con
olor a caricias.

No quiero hablarte de sueños salados,
ni de finales perfectos y dulces.
Tampoco que me envuelvas con tu alma
insegura y áspera,
ni me prometas un baile
por el que no podré
poner más paciencia.
Sabes que no pierdo nada por esperar,
ni por gritar mediante gritadas llenas
de desdén.
No tengo ese carácter,
ni lo quiero.



Tan sólo estaba dispuesta a tirar de un mundo,
desconociendo si, en algún momento,
sería él capaz de tirar de mí.

Alta fidelidad.



Las llamas comienzan
donde las cenizas terminaron,
y yo soy el causante de que 
el humo siga aún ondeando
en el viento.

Tu universo se colapsa
una vez el mío se desentiende,
mas no existe nervio alguno
que se escape a ras de piel.
Las cavilaciones sin rumbo
desembocan en mis labios para
extinguirlas a través de mordiscos
propinados a la nada,
al todo que formo yo.

Y es que las contradicciones siempre
fueron mis aliadas en el campo
de batalla,
y los escalofríos se extienden
sin dilaciones,
sin lugares de impacto para
desencadenar otra tragedia griega.


Porque tú has dejado de ser Penélope,
y yo todavía me siento como Ícaro.

Entre escamas.


Aquí me tienes,
recordando el beso que provocó
que la luna duerma entre mis labios.
Librando una batalla
entre el amor y el olvido.
Sabiendo que únicamente
el cielo en lo más profundo
de tus ojos.
Debatiendo
entre recuerdos y el frío.
Entre caricias que
aún se desbocan por mi piel,
omitiendo el silencio,  
para encontrar tu voz. 

II
Aquí te espero,
viendo cómo pasa 
cada segundo,
y aquellas sonrisas fingidas.
Buscando el callejón
sin salida que es tu cintura,
para alimentarme de dudas
y de amor por consiguiente.

III
Aquí estoy,
deshilachando el deseo
que provocas al pasar
con pensamientos desnudos.
En un rincón de mi sonrisa
tienes un silencio guardado
para que expire a través de 
los poros de mi piel.
 

Improvisado.



Cuando las estrellas comienzan a esconderse, y la luna pone su cara B, aparece el momento en que mis pies no vacilan y echan a andar por las calles pedregosas de esta ciudad de calles estrechas pero encantadoras.
Rumores vacíos,
sílabas sin importancia.

A veces la gente camina con la cabeza gacha. Evitando miradas, evitando encuentros fortuitos.
Y para qué.

El momento que mis pupilas se cercioraron de las tuyas, aquella noche de verano, me dejó la boca sin palabras que articular. Nada había sido planeado, y fue lo mejor.


Improvisado.

Casas de cartón.



No era demasiado temprano como para deslizar un pie fuera de la cama, pero tampoco había necesidad de que el reloj dejara pasar sus agujas un poco más. Tan sólo eran las ocho y media de la mañana. 

Las pestañas pesaban en exceso, esforzándose en hacerme caer de nuevo en el sueño. No había manera de movilizarme más allá de las arrugas de las sábanas pero recordar, que me encontraba en una habitación ajena y apenas había visibilidad por la tenue luz que se escondía entre tus cortinas moradas, fue más que suficiente motivo como para abrir las ventanas de mis pupilas. Mi pulso se calmó cuando te encontré tendida al lado de mi cuerpo, y el tuyo continuaba desnudo para no tener celos del mío.

Mi cabeza ha perdido la cuenta de las noches que hemos compartido en aquellas cuatro paredes, de los besos furtivos durante amaneceres infinitos y crepúsculos excesivamente lentos, de carcajadas estridentes, de sonrisas y miradas con deseo contenido. Mis brazos se lanzaron a abrazar tu espalda automáticamente, no obedecían a mis órdenes de dejarte descansar. Mi boca terminó inevitablemente regalando besos por tu piel, al ritmo de tic-tac. Terminaste girando 180º para recogerme entre tus brazos, entre tus pechos a modo de almohada y que la oscuridad se quedara conquistando mi visión. Tus dedos repiqueteaban por el comienzo de mi espalda; caricias sutiles de un alba color morado que se reflejaba en tu iris. Desprendes ternura. Cambié de lado, y mi nuca fue la culpable de que tus besos por todo mi cuello terminasen en mordiscos. Abrazas intensamente, tanto que soy capaz de escuchar cómo el corazón se desboca dentro de tu pecho, al contrario del mío, que mantiene una serenidad inquebrantable.

Pero es ahora, cuando no te siento cerca, que se desborda y me inculpa la calma ansiada. Y yo qué puedo hacer, mas que quedarme sentada con estas palabras que resbalan por entre mis dedos, que estás leyendo y así me mantienen cerca de tu mirada. Eres capaz de leerme en cursiva, y terminar las frases que yo comienzo, de arrugar la nariz y hacerme temblar con un suspiro.



Y en el fondo de mi pensamiento, todo empieza con un ,
pero termina con un yo.

Raise.



Agarrando a las nubes como globos
en un manojo de nervios,
deletreando a un sordo
todos los silencios.

Caminando ni rápido, ni lento.
Con los pies desnudos.
Susurando gritos al viento,
preguntando dónde estuvo.

Voy a la deriva de tu voz,
sin apenas aliento.
He perdido la razón
de tanto esperar.



Escribí mis palabras en las paredes de tu cuarto.
La huella de tus labios quedó grabada en mi piel. 

Enciéndeme.



Nada más entrar en el cuarto de baño todo fueron tropiezos. Temblores. Nervios. Manos yendo a ciegas y ojos entrecerrados por todo el espacio blanquecino hasta dar con una puerta vacía. Te sentaste en la tapa bajada del váter, sin despegar tus dedos de las hebillas de mi pantalón, y tirándome hacia a ti para acomodarme sobre tus muslos.

Los besos eran interminables, apenas había aire molestando entre nuestras bocas, y aquel inaguantable torrente de atracción instantánea que me acosaba interiormente parecía no dar tregua. Tus manos me sujetaban con firmeza y seguridad mis caderas, hasta que, de manera gradual y sosegada, bajaron hasta mi trasero. Las mías se mantenían enredadas en tu cabello como un ciclón de mariposas, pero pronto decidieron imitar a las tuyas y comenzar a bajar por la estepa de tu cuerpo, repasando esa clavícula marcada que llevas, llegando hasta el borde de tu camiseta, cuasi rozando la piel de tu tórax. Fue un contacto tenue, quizás algo seductor, pero que bastó para que tu cara se despegase segundos de la mía, tus ojos cobre se encontrasen con los míos tu boca depredadora atacase de nuevo, esta vez por el cuello mientras yo me mordía el labio. Dividía mis dedos entre tu pelo y tu espalda, raspándola un poco por la intensidad del momento, provocándote gruñidos acompañados de leves escalofríos que corrieron desde tu pelvis hasta la nuca, erizando tu tez al completo.

Gemí en tu oreja, en un acto de baja guardia por tu parte, tomé la delantera con besos apasionados y mordiscos provocantes, con una actitud salvaje hacia tu exigente cuello. Todavía aumentando el punto focal del intenso erotismo que se creaba en aquel espacio tan cerrado, tus manos se impulsaron a tomarme por la cara, para rematar con un beso abrasador los labios que no hacían más que deletrear tu nombre. Sin sacar tu lengua de mi cavidad bucal apretaste cada mano contra mis nalgas y de un fuerte impulso me levantaste en el aire para continuar violándome la boca contra la pared lateral del cuarto de baño. Prácticamente se podía oler el sexo y la lujuria que desprendíamos en aquellas circunstancias. Oprimes tus pechos contra los míos, estimulando mi entrepierna con los movimientos verticales que se producían a raíz de la fuerza y aguante de tus brazos. Influenciada bajo una fuerte determinación, puse oxígeno de por medio, y le di un lametón a tu nariz juguetonamente, a la vez que la comisura de mis labios se expandían y te contagiaba la sonrisa. Antes de perder el equilibrio, posé mis pies en el suelo firme para, acto seguido, dar una ligera palmada en tu trasero sin soltarlo después y acercarme, logrando tu retroceso. Di otro paso depredatorio. Una diminuta inspiración terminó atascada en tu garganta, chocando con el suspiro que evocaba la mía, y la impaciencia que se avecinaba ante ti. Pausadamente mis pasos avanzaban y los tuyos los imitaban a la inversa, hasta que tu espalda conoció a la otra pared y no había escapatoria para la presa a la que el león estaba deseando comerse. Con un gesto sutil mi mano notó el tacto vaquerizo de tu entrepierna mientras mis labios perdían los estribos en una décima de segundo y se revolucionaron por tu cuello, enseñándole los dientes. Tiré con fuerza de una mano la coleta que te aprisionaba; tus cabellos fluían por mis hombros y oleadas de lascivia me recorrían de arriba a abajo. La intensidad era tal que pasamos a una lucha por probar quién tenía más fuerza que quién respecto a hacerse con el control de la situación, y terminé cediendo yo, para regresar al tabique contra el que me habías empujado minutos antes.

La descarga de excitación que me derretía hasta los huesos, a causa de la intrusión de tu mano entre mis pantalones y la ropa interior que llevaba, me provocó tomar una gran exhalación de anhelo. Su compañera se entretenía arañando mis lumbares, pero tu boca era más inteligente: comenzó una expedición desde el borde de mi oreja hasta la curva que tenía mi escote, sin olvidarse de apretar los dientes por la clavícula y de manera más delicada por el hueco que separaba mis pechos. Tal era la excitación que evocabas que terminé por introducirte yo misma la mano en el interior de mis bragas para sentirte de una vez por todas. Tras unos instantes que parecieron una eternidad, uno de tus dedos se encontraba entre mis labios inferiores, un quejido se ahogó a medio camino de mi laringe, y mis manos encontraron refugio en la jungla que formaba tu cabello y tu espalda. Un breve silencio acompañó los instantes siguientes, hasta que a causa de un segundo dedo, no pude articular palabra. Creo que podías escuchar mis latidos desde tan abajo. No podía ni tan siquiera tragar saliva, pero el único pensamiento que se cruzaba por mi mente era que no se te ocurriese parar. El instinto nos llevó por mal camino, pero no era el equivocado. El anhelo de sentirte muy adentro era más fuerte que cualquier otra sensación en ese instante. Tan sólo importaba la sensación que estábamos experimentando, la incontenible pero a la vez aterradora necesidad de deseo que vibraba por todo mi ser, siendo más irracional de lo que habría pensado. Exhalabas gruñidos de desazón, mientras cerrabas más y más tu mano sobre la uve de mis muslos. Los nervios hablaban por sí mismos.

Tu índice terminó imponiéndose a mis exigencias y subió levemente sus coordenadas, llegando a rozar mi clítoris y tensar mis músculos de forma rígida. Un diminuto grito se me escapó por entre los labios,  y alerta del público que podría llegar a entrar a los baños, tu mano libre se abalanzó sobre mi boca, tapándola, y haciendo que la tuya mientras jugase con mi cuello a base de mordiscos. Estaba siendo consumida salvajemente por ti, tan deprisa que a mi cerebro no le daba tiempo a formar ninguna palabra. La vertiginosidad de la situación se tensaba en excitación, me abrasabas más por dentro y el ansia era mayor. Tu fuerza aumentó implacablemente, tus besos se pasearon por mi cuello desnudo y con el tercer mordisco mis manos se aferraron a tu cabello, presionándote lo más fuerte posible contra mi cuerpo para cortar los sonidos que se deslizaban entre mis labios. El placer había sobrepasado mis expectativas, con una cálida sensación que reposaba en todo mi ser.


Dejé de apretar tu piel contra la mía, para dejar espacio a las caricias, a las miradas vergonzosas y sonrisas estúpidas. No hicieron falta palabras, porque con nuestro cuerpo ya lo habíamos dicho todo.